top of page
  • Marianne Renoir

Spiders from Mars!

Actualizado: 6 ago 2022

Now is the winter of our discontent,

made glorious summer by

this sun of York.

Shakespeare


- Houston, Houston, we have a problem!


El hombre no llegó a la Luna a bordo del Apolo 11, junto a Armstrong, ni en el 12, y mucho menos en el 13, porque si de repente te encuentras con que dentro de sus tripulantes aparece un Tom Hanks, ya hay que ponerse nervioso. El hombre aluniza en el segundo siglo de nuestra era, cuando Luciano de Samosata compuso una Historia verídica, que encierra, entre otras maravillas, una descripción de los selenitas, que (según el verídico historiador) hilan y cardan los metales y el vidrio, se quitan y se ponen los ojos, beben zumo de aire o aire exprimido. Y regresa a principios del siglo XVI, cuando Ludovico Ariosto imaginó que un paladín descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra: las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo malgastado en el juego, los proyectos inútiles y los no saciados anhelos. Pero que conste, y quede firmado, que no lo digo yo, lo dice Borges en el prólogo que por allá por los años cincuenta escribió para un par de cuenticos de un tal Bradbury, pero, claro, si lo dice Borges estamos en la obligación de creerle. El hombre llega a la Luna en la infancia balbuceante de la escritura, cuando las voces narraban historias, y los primeros 'junta letras' y poetas yacían postrados en medio de la inmensidad de la noche imaginando infinitos combates estelares (espadas, sables de luz, galaxias y constelaciones) que sucedían en el far, far away a seres como tú o como yo, bueno un poco más valientes, pero todos saciados de nostalgia.




Ya el Renacimiento observó, por boca de Giordano Bruno y de Bacon, que los verdaderos antiguos somos nosotros y no los hombres del Génesis o de Homero… ¿Qué ha hecho este hombre de Illinois me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad?

Borges I.


Ahora rewind, y volvamos..., pero no tan allá. Recuerdas, alma cinéfila, cuando en el ocaso del siglo XIX y por los albores del siglo XX Don Julio Verne nos narra con su deliciosa prosa, en tono satírico, como en el Gun Club de Baltimore, tres científicos aficionados preparan el mayor salto intentado nunca por los hombres, sirviéndose de un proyectil, que contiene una cabina para los decimonónicos astronautas, y un gigantesco cañón para dispararlo más allá de la atmósfera; y como un par de años más tarde su novela De la tierra a la Luna sirve de inspiración a El Viaje a la Luna (1902) de Méliès, y con ésta cobran vida más allá de la archiconocida escena en la que el cohete, lanzado desde un cañón en la tierra, aluniza clavándose en el ojo de la Luna, un mundo fantástico y onírico y sobre todo unos selenitas maravillosos. Pues ¡eureka! ha nacido una estrella, o muchas, porque desde ese preciso momento es la Ciencia ficción la que a través de naves espaciales milenarias nos teletransporta hasta llegar a imaginar que seres de colores que se comunican por teléfono, son posibles; que 'nada está tan vacío como el vacío del espacio interestelar'; y que la esperanza de que exista vida en otros planetas es tan grande como la posibilidad de que Marcianos que respiran nitrógeno invadan Rusia. Tal vez Orlando furioso no fue lo que Ricardo III para la literatura después del siglo XVI, pero sin duda y por la épica y loca pasión que le brotaba por los poros, también hubiese dado su reino por el amor de la princesa Angélica. Pues bien, sin más preámbulo: Orlando, el paladín furioso, más un viaje a la Luna.



EL SUEÑO DE ASTOLFO


ASTOLFO, el gran duque protegido de las hadas, y vencedor en cien mil batallas, no podía vivir tranquilo sabiendo la triste condición en que se arrastraba Orlando, paladín de Francia. En vano envió mensajeros en su busca de uno a otro confín, en vano consultó sabios y doctores: todo era inútil. Ni Orlando parecía ni los sabios conocían remedio a su mal. Una noche, vio en sueños algo prodigioso. Se encontraba en el Cielo, mansión de infinitas delicias, y San Juan, el Evangelista y los santos salían a recibirle. Preguntado por Astolfo, san Juan le decía así:

-Has de saber, hijo mío, que Orlando, por haber olvidado su deber, ha sido castigado por Dios a quien ofenden doblemente las faltas de los hijos que le son más queridos. Orlando, que recibió al nacer una fuerza extraordinaria y un denuedo sobrenatural y aún alcanzó el don, no concedido a ningún mortal, de ser invulnerable, porque mejor sirviera a la causa de la santa fe, ha intentado matar a uno de sus primos por el amor de una mujer y por ella ha hecho las mayores locuras. Loco ha sido en amarla tan sin juicio, y quedarse sin juicio ha sido su castigo.

Ahora bien, la voluntad divina, por el mucho bien que Orlando ha hecho a la causa cristiana, permite que tú hayas llegado hasta aquí para saber por mi boca el medio de restituir a Orlando su juicio. Para ello debes emprender conmigo otro largo viaje; debo conducirte al círculo de la Luna que, es de todos los astros el que está más cerca de nosotros, y en donde se halla la medicina que ha de devolver a Orlando su juicio. En cuanto dicho astro envíe su luz a la tierra, nos trasladaremos a él.

Y así fue. Tan luego como el sol se sepultó en el mar y asomó sus cuernos la luna, preparóse un carro destinado a recorrer las regiones celestiales y tirado por cuatro corceles más resplandecientes que las llamas. Y en él llegaron el apóstol y el caballero al reino de la Luna, y vieron que en su mayor parte brillaba este astro cómo un acero bruñido y sin mancha.

Astolfo se quedó muy sorprendido al ver en aquel astro ríos, lagos y campos muy diferentes de los nuestros, y fue de admiración en admiración al encontrar en la Luna, montañas, ciudades, castillos y selvas. Mas el objeto de aquel portentoso viaje, no era admirar maravillas, sino buscar algo que el pobre Orlando había perdido. El santo apóstol condujo al duque a un profundo valle, entre dos montañas, donde quedan admirablemente recogidas cuantas cosas se pierden en la tierra. Claro que no son cosas materiales las que allí se encuentran, sino el tiempo que el ocioso pierde, los suspiros y lágrimas de los enamora dos; los ruegos y votos que los pecadores di rigen a Dios, la ociosidad de los ignorantes, los proyectos y deseos vanos.

Allí vio Astolfo una masa confusa de anzuelos de oro y plata que son los que, con esperanza de mayor recompensa se ofrecen a los reyes, a los príncipes y a los poderosos. Vio unas guirnaldas entre las que había unas redes ocultas; eran las lisonjas y las adulaciones. Vio los versos hechos en alabanza de los magnates, representados por cigarras de estridente y molesto canto, y los amores mal correspondidos representados por cadenas de oro y pedrería. Al fin llegó Astolfo al lugar donde estaba encerrado el juicio. Era éste cómo un líquido sutil, encerrado en frascos de diferentes formas y tamaños. En el mayor y más bello de todos estos frascos, estaba contenido el juicio del paladín de Francia, Astolfo lo reconoció enseguida porque como todos los de más tenía un letrero, y en éste decía: «Juicio de Orlando». El duque vio que el frasco de su juicio estaba casi vacío, pero que muchos que él creía que debían estarlo también, estaban casi llenos, lo cual indicaba que sus dueños no andaban muy bien de razón. Que a unos se la habían hecho perder las riquezas, a otros la magia o la gloria, a otros el amor...

El Duque con la venia del apóstol, tomó el frasco que contenía el juicio de Orlando, y después de ver y admirar otros mil prodigios, que si quisiéramos referirlos todos sería el cuento de nunca acabar, el carro de fuego condujo al apóstol al cielo y al Duque a la tierra.

Ludovico Ariosto


64 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page