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  • Marianne Renoir

Los chicos de Maine


John Ford

En este día atípico de Semana Santa me han entrado las ganas de escribir y trataré de ser breve. Al texto le llamaré “Diosidencias” por el respeto que tengo a estas fechas, claro, y porque sí. El caso es que hablaré de una coincidencia que me resulta asombrosa, prodigiosa y gloriosa a la vez.

Existen dos formas de salvar al mundo, y a sus pecadores. Ojo que con respeto lo digo, y no sólo hablo de mitología. La primera es la redención de los pecados como la que ofreció Jesús, el Salvador, en la Cruz, y de la que anoche disfruté una vez más de la mente y manos del director de cine William Wyler en la bellísima historia inspirada en algunos pasajes bíblicos a la que llamó Ben-Hur (1959), otra batalla épica en la que a la par del majestuoso Charlton Heston galopan la lealtad, la fidelidad, la fe y por supuesto la esperanza. Imperdible y magnífica. Pero sin desviarme un poco más voy a la segunda, forma de salvar el mundo, que en mi opinión es a través del arte. Y lo resumiré por medio de dos parábolas sobre un par de chicos de Maine.


El cine inventado en Francia, tiempo después se trasladó a los EE. UU. La mayoría de los creadores de los estudios de cine en Hollywood fueron emigrantes centroeuropeos, muchos de los cuales disfrazaron sus nombres y apellidos tras capa y sombrero de corte americano. Otros muchos hombres, como William Wyler, anteriormente mentado, de origen judío y posteriormente denominado “suizogermanoestadounidense” desembarcaron en New York y pusieron en pie la Meca, la gran industria cinematográfica en dicho país; y mega producciones como las que por aquel tiempo rodó la Metro, sí la del león, brillaron con todo su esplendor sobre la ciudad de las estrellas. Otros, como el primer chico de Maine, mi adorado John Ford fueron la antítesis, o simplemente lo opuesto, en su operación camuflaje hizo totalmente lo opuesto y quiso disfrazarse de europeo. Y he aquí el golpe de gracia que salvó al mundo: “El Homero” del Western estadunidense, fantaseó con un pasado en Innisfree, una pequeña aldea irlandesa que jamás existió. Inventó un relato conscientemente mítico de su historia familiar y en más de una ocasión llegó a declarar que había llegado al mundo en una casa con tejado de paja en la bahía de Galway, y muchos lo creímos así. Ford, el patriarca del cine estadounidense había salvado el mundo a través de las historias, música y ambientes monumentalmente creados, y que puso a rodar en las grandes pantallas; en las que bajo el aura western abundaban las buenas intenciones, los valores solidos entre familias, los héroes sin capa, las disputas sociales con finales justos, los hombres tranquilos, el verde color del valle, las uvas de la esperanza; y sin duda, a pesar de la crítica, las buenas intenciones.



Stephen King

Mi segundo chico también nació en Maine, y estoy casi segura de que bajo la luz de un faro. Por el contrario, la mayoría de sus historias han sido ambientadas en Maine, tras el nombre de Castle Rock. Cuando Stephen King era ya consagrado el “Rey del terror”, el autor de más de 64 novelas y 200 relatos cortos (dato Wiki) se dedicaba en muchas de sus frías noches a leer cuentos a los niños ingresados en la unidad de pediatría del Eastern Maine Hospital, con la única condición: sus lecturas se harían en secreto. Nadie debía de saberlo a excepción del director y el personal sanitario, lo que ocurrió por más de tres años. Luego, con la ayuda de su esposa Tabitha King, se dedicó a recaudar fondos para embellecer el ala Oeste en donde se encontraba la unidad de pediatría y lo logró con una donación de más de 30 millones de dólares, con lo que posteriormente se levantó un nuevo edificio. Entonces, aquel chico de Maine, el escritor que ha retratado las pesadillas más intimas de la clase media americana: la del payaso psicópata que secuestra niños en los parques solitarios, la de hombres que pierden la cabeza y tratan de asesinar a su familia, y otras tantas como la de la chica que siendo víctima del acoso que sufre en la escuela quema vivos a los asistentes de una fiesta en el mismo instituto, ha demostrado ser uno de los más grandes defensores de las causas nobles. Su dinero ha caído en las manos de institutos, universidades, librerías, hospitales, clínicas de salud mental, orquestas sinfónicas y muchas más instituciones de carácter público. ¿Dígame usted, si es medio del caos mundial, el arte y las obras no son otra gloriosa manera de salvar el mundo? Como diría mi madre “Obras son amores…”.

No coma sólo, siente un pobre a la mesa. No mentira, lo último sí es sátira. Pero no coma sólo, que corre usted el riesgo de engordarse...

By M

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